En agosto de 2018 empecé a trabajar en un nuevo colegio. Materias nuevas. Por primera vez tiempo completo. Y con un evento enorme en noviembre mientras posponía la extracción de una muela del juicio que obviamente se complicó. Terminé el semestre en cama, sedada, sin ganas ni fuerzas de vivir mis vacaciones de Navidad. No pasó una semana cuando mi papá tuvo un infarto en el cerebelo que nos cambió la vida.
El siguiente semestre fue más de lo mismo: esforzarme por ser profesional, dejar mis emociones fuera del trabajo, enfrentar frustraciones aquí y allá, sin tener energía para salir. Me importaba lo que vivían, pero no podía más, así que dejé de llamar y responder. Estaba sola. Terminó el semestre y solo quería huir de todo; pero renunciar era imposible porque ahora sí dependía de mis ingresos. Siempre había disfrutado ser maestra, entregarme a mi trabajo, pero ahora el trabajo me absorbía completamente.
No voy a tomar crédito de haber tenido una idea brillante. Pero de pronto tuve el deseo de unirme a un coro. No un gran deseo, era apenas algo que me entusiasmaba un poco más que revisar la montaña de tareas. Pero me decidí, y a pesar del cansancio, del burnout, de que no tenía ganas de arreglarme o subir al carro, asistí. Y a partir de ahí todo fue más fácil, todo menos cantar. Mi voz necesitaba mucho trabajo, pero era una actividad que me devolvía al presente en lugar de sumergirme en lo que había perdido. Pronto los miembros del coro se volvieron mis amigos, y ello me daba energía para regresar al día siguiente. Mi vida espiritual también se intensificó. Cuando entré inmediatamente hice advertencias de que no iba a poder estar ahí siempre, pero la realidad es que hasta que inició la pandemia casi no falté.
Me di cuenta de que aunque amo ser maestra, y es un aspecto importante de mi vida y de mi identidad, es solo un tercio de mi vida. Soy maestra ocho horas al día, a veces un par más, y a veces pienso en mis alumnos las otras dieciséis. Pero tenía que empezar a trabajar en mis otros dos tercios: descanso y vida personal.
Para mi segundo año decidí hacer cambios: cerré sesión de mi correo del trabajo en mi celular. Iba a estar conectada cada minuto de mi horario laboral, pero ni un minuto después. Automaticé todo lo que pude: sustituí las tareas de memorización con quizes autocalificables de comprensión en línea, revisaba los ensayos con rúbricas rápidas de verificar, empecé a dejar que mis alumnos eligieran el rumbo de la clase mientras vigilaba que se cumplieran objetivos. Y funcionó hasta cierto punto: las clases ya no eran una batalla que drenaba mis fuerzas, pero el nivel de exigencia no disminuyó, si acaso aumentó.
Llegó noviembre con el temible evento en el que no podía limitarme a mi horario. Ahora yo sabía qué esperar y eso me permitió prepararme con tiempo. Empecé a tomar un rol de liderazgo para poder elegir fechas de trabajo realistas para el equipo de maestros que teníamos que participar. Me adelantaba con propuestas que mostraran nuestra voluntad para hacer las cosas, pero que nos permitieran satisfacer necesidades básicas.
Y durante la semana crítica, me propuse algo irresponsable e impensado: salir todos los días con mis amigos. Estaba exhausta al salir, y solo quería acostarme en mi cama y no pensar. Pero en lugar de eso me dirigía a un restaurante a cenar y tomar una cerveza con amigos. Al final me sentía mucho mejor. No por la cerveza, sino por las conversaciones que me distraían de lo que ocupaba mi mente todo el día. Había aprendido a disfrutar pensar en mi trabajo, pero ahora aprendía a disfrutar olvidarlo.
Mis amistades además crecieron, pudimos acercarnos más, confiar más. Y ello fue un gran bálsamo. Sin amigos, no podría haber seguido con este ritmo. El burnout se alimenta de soledad. A veces centrarnos demasiado en el trabajo es centrarnos en nosotros mismos, porque nos aniquilamos poco a poco, hasta que somos trabajo.
I’m so sorry that all that happened to you!
Jennifer
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